Seré concisa: en casa entran mosquitos. Entran por las ventanas y a un tanto por ciento de la población que aquí habita nos gusta que estén abiertas; somos los mismos a quienes no nos pican. ¿Por qué no nos pican?: porque no vivimos obsesionados, porque no militamos, porque un mosquito no es oponente en nuestra vida.
Con el tiempo no solo se han enconado las posturas entre nosotros sino que los insectos han ido dándose cuenta del disenso y se ceban más cada día. Hemos usado todos los métodos conocidos: enchufe con pastillita que al quemarse emana gases mortíferos, enchufe que exhala misteriosa sustancia demoledora, petaquita que emite ligerísimo pitido que ahuyenta a las hembras mosquito, ungüentos asquerosos aplicados en pies, brazos y piernas... También usamos durante una época larga los clásicos spray, en todos sus olores o ausencia de ellos, de todas las marcas, cuyos efectos más vistosos fueron las discusiones que provocaban, más allá de su eficacia, de lejos.
A cada cambio de producto, a cada giro en la guerra, han surgido detractores y forofos y las consiguientes diatribas de sobremesa en las que se lleva a debate el resultado obtenido, no alcanzando las votaciones más de un voto por estrategia y producto. Y dentro del disenso los estoicos que piensan que mientras se dé tanta importancia a una pequeña picadura no llegará la paz a nuestra casa.
Lo último que ha entrado en los almacenes militares del acoso y derribo, ha sido la raqueta fulminante; tú, P. sabes lo que digo. Su éxito fue discreto al principio, descreídos como estaban los miembros de la facción militante. Pero ha ido ganando adeptos con el tiempo ya que, bien empleada, los extermina de uno en uno si el que la empuña sabe y puede escalar por encima de camas, mesas y literas.
Esto no supondría ningún cambio en nuestra feliz convivencia si no fuera porque en mitad de la noche se oyen voces que reclaman: un mosquito, dónde está la raqueta... y cinco segundos más tarde, sea la hora que sea, se encienden luces para atraer al bicho y darle caza, mientras que los excépticos y templados, entre los que me encuentro, nos tapamos con la sábana la cabeza a la espera de que termine la cacería. No es broma.