Los he visto, dijo A. aquella tarde de sus nueve años. El cielo está azul, casi marino. Las montañas se recortan en negro, como en un belén. Los he visto, llevan linternas, dijo. Miro por la ventanilla del coche y allí están, bordeando la cresta de aquel pico, en fila silenciosa, a lo lejos. Llevan linternas, es verdad. Yo también los veo.
Después vinieron M. y C. Cuando se acerca el día, no sirven las preguntas en primera persona. Todo será si ellos, los Magos, quieren. Escribimos la carta y la echamos en la oficina de Correos. En la boca del león que se traga nuestros deseos.
La última noche de C., antes de la pregunta en verano, directa y mirándome a los ojos, creía, como tú, que sería la última. La última de los tres, la última. Y me guardé su carta. Puse en el sobre una hoja en blanco, igual que había hecho con sus hermanos. Cuando me acosté la oí entrar en mi cuarto. Se tumbó a mi lado. Tengo miedo, me dijo. La abracé muy fuerte. La noté tan pequeña y tan mayor a sus diez años. Fué la mejor noche sin dormir que he pasado.
Cuando veo a Melchor a lo lejos, grito y grito para que me oiga. Les da mucha vergüenza, pero no me importa. Melchoooooor, Melchooooor... Y cuando pasa, Blimunda, siempre me mira. Y lloro. Esta noche es cuando de verdad recuperamos la inocencia. Aunque la hayamos perdido. No se acaba la Magia. Ni la comida para los camellos, ni las copas para Melchor y Gaspar, que aquí Baltasar sólo toma leche. Cada año nos escriben una carta que no leemos hasta después de comer. Ese día comemos muy tarde, el menú es lento y nos gusta.
No hay edad para creer, o para empezar a hacerlo. Si me hago vieja, es muy probable, seguiré escribiendo una carta en la que no pediré salud, aunque tal vez no la tenga, sino una colonia, por ejemplo. Y si estoy sola, envolveré el paquete y lo esconderé debajo de un almohadón. Melchor siempre me ha dado motivos, no pienso fallarle.
Cada año les espero. Siempre vienen. Lo único que hago es dejar la ventana abierta.